20.4.07

Había que buscar un ambiente tranquilo. Ese era, casi, el único requisito. El otro era no meter la pata. Si bien todo esto del ligue se daba natural en el ambiente fiestero de la playa, cada mujer con la que uno se hubiese podido encontrar era única y venía con reglas propias. Ese día conocí a Daniela, no sé si era su turno o el mío, pero lo haríamos juntos.

Todos los veranos el ambiente en la playa era de lo mejor. Caras reaparecían casi como algo mágico. Por un año entero eran rostros que desaparecían de tu existencia cotidiana para reaparecer incólumes al verano siguiente. Ciertamente algunos rostros desaparecían, desaparecían en el momento en que subías al auto de tus padres, o al de un amigo dependiendo de la generación, para perderse por un año o para siempre. Desde que tengo recuerdo, y esto se convirtió en lo que era en esa época, existían al menos tres generaciones que se mezclaban. No se revolvían, los intereses eran distintos en cada grupo, pero las circunstancias espacio temporales, el azar o lo que sea, los marcaba cada verano como participes de este asunto. Era un estigma que se llevaba con honor. En algunos, se limitaba a mirar desaparecer su bronceado durante las primeras semanas de clases, del colegio o la universidad. Para otros, para nosotros, el bronceado era algo inevitable con lo que debías lidiar. Era la reacción esperada al contexto de nuestras acciones. Pero no era indispensable para ser parte, menos una importante, de todo esto. Al contrario, de los mayores, cuando yo aun no pertenecía a ese grupo, generalmente varios no estaban bronceados. Su papel se hacía preponderante al anochecer y aunque uno podía llegar a ser amo y señor durante la mañana con tus padres comiendo helado y barquillos, o en la tarde pichangueando con los amigos, jugando paletas con las chicas o lo que fuese, todos sabíamos, los que estabamos dentro claro esta, que al anochecer los mayores tenían la última palabra. Eso se respetaba, eso no se hablaba. No quiero que piensen en simplemente una cuestión etarea, donde los grandes se imponen en fuerza y tamaño. Todos llegaríamos en algún momento a ser de esa generación. No sé si lo teníamos tan claro como lo veo ahora, pero era algo que no se discutía y no molestaba a los demás. Nuestro papel era único, no importaba si tenías 15, 20 ó 26. Una vez que estabas dentro solo era cuestión de tiempo para avanzar y saber un poco más del secreto que nos unía. No faltaba quien quería rápidamente quemar etapas, algunos en los que la ansiedad reinaba. Pero eran pocos los que verdaderamente avanzaban más rápido que los normales. Es cierto que podían codearse con generaciones superiores, pero eso no era garantía de nada. Un verano uno de mis mejores amigos (no solo de la playa), compartía gran parte del atardecer con los mayores gracias a su hermano, era como la mascota, y si bien le daba cierto status frente al los demás de nuestro grupo, él me confesó que no entendía mucho acerca de las reglas nuevas que deberíamos adoptar en el futuro para continuar las cosas y que los grandes tampoco le daban chances para entender más.

Tenía más menos 17 años, Daniela estaba por las mismas, tal vez un poco menor, pero de carácter fuerte. Tal vez esa seguridad que ella mostraba se debía a su aspecto y estatus social. Era una barbie, no despampante, sino verdaderamente hermosa. Ojos de un azul claro metálico, su pelo rubio, largo y ondulado, su figura esbelta y espigada, con un porte envidiable como dirían los transandinos. Era coqueta por excelencia e invadiendo la propiedad privada nos conocimos mejor en una lancha de algún propietario del condominio (cosa que más adelante fue escándalo, ya que los allanamientos nocturnos pasaron de lanchas a casas deshabitadas). La conversación fluía suave, como el agua en un murmullo de ir y venir junto al muelle. Era una noche cálida, alumbrada por pequeños faroles anaranjados que daban un aspecto aun más cálido a nuestra aventura. Las estrellas eran nuestras cómplices, las únicas capaces de conocer nuestros secretos. Secretos que, si soy sincero, no llegaron a nada en especial. Siempre he tenido problemas con las chicas, aun más en esos años. Basta conque fije mis ojos en ella, caiga enamorado (en ese tiempo) casi instantáneamente, para que mis temas jamás toquen algo relacionado con romanticismo. Nunca he sabido hablarle a una mujer, jamás he logrado demostrar mis sentimientos y mucho menos expresarlos claramente. En fin, conseguí un beso, que tal vez salió de ella, y muchas penas en los días que siguieron ese verano. Conocí el Arak, las transformaciones, las motos de tierra, las motos de agua y uno que otro accidente. Pero lo que hicimos con Daniela bloqueado, olvidado en segundos hasta estas líneas...

Con mis amigos jugábamos a la pelota, jugábamos volley, conocimos a Jesús y de noche al demonio interno que los licores ponían al descubierto. Eramos esencialmente felices. Teníamos las comodidades que cualquier púber querría para sus vacaciones. Una casa grande en un condominio muy seguro. Salida a la playa y una piscina muy grande, motos para todos los terrenos y hasta una lancha la cual no fuimos capaces, por falta de seguridad del Pablo en su responsabilidad, de sacar de su garaje. En veranos posteriores, en esa misma casa, conocimos los complots, pero eso es otra historia que tal vez más adelante me anime a contar.

Un viaje a Rapel requería de una pericia y planificación digna de ingenieros. Primero los almuerzos. Largas reuniones planificando la dieta diaria, basada principalmente en tallarines con diversas salsas, risas y tallas que recaían casi siempre en los mismos personajes, arroz, hamburguesas, dudas de la disposición de los comensales, atún enlatado y año a año más vituperios varios. Otra cosa era el viaje, mezcla de buses que debíamos abordar de Viña a Santiago, de aquí a Río Rapel y de ahí a un camino eterno, en una micro rural digna de Castro. Cargados con sendas mochilas, sentados en donde cupiera nuestra humanidad, las mochilas entroncadas en una lucha a muerte contra las jaulas con gallinas y sacos de quién sabe qué cosas. Las narices anhelosas mirando al infinito, más allá de las ventanas sucias e inamovibles, en perfecta sincronización con los ojos deseosos de un destino tempranero. Una travesía, a la que aún le faltaban aventuras. Luego, abandonados en un cruce aparentemente sin fin, comenzaban caminatas cuasi bíblicas. El sol redondo, casi siempre pasado de la mitad del día, quemando a secas nuestros rostros o golpeando en curvas nuestro cuello apenas cubierto por el ápice prensil de nuestras mochilas. La tierra implacable levantándose, suspendiéndose inmóvil al paso de Javier Miranda en su Legacy station o de Gert Weil en su 4x4 ronceando cargado de motos (nota: este Weil, aunque su apellido se asemeje al gran compositor alemán, Kurt Weill, es nuestro insigne deportista de la bala). A veces el corazón rural y chileno de algún camionero, apiadado tal vez por el cuerpo joven de alguna de nuestras compañeritas, nos facilitaba el camino hacia nuestro ya aún más merecido descanso vacacionero. Llegábamos casi como estatuas de barro, cafés de pies a cabeza, las chaquetas sosteniéndose por sí solas, no en un dorso humano, sino como un ser sin pies ni cabeza en el suelo.

Creo que desde que el asunto pasó de ser un mito inentendible pero ineludible, a algo real y necesario, al menos una debía por ley entrar en el juego de los varones. Una por cada uno de nosotros al menos. No sé por qué, aún no entiendo lo permisivo del ritual. A veces me resulta desconcertante a estas alturas en que ya no viajo a esa playa. Especie de sacrificio a dioses desconocidos, un amuleto excéntrico creado por algún cuico desquiciado, una leyenda horrenda que era mejor evitar de esta forma, no sé. Al final todos éramos parte y no hacíamos mayores preguntas. Si crecimos sin nadie explicándote, ni nadie preguntando, creo que veíamos el asunto como algo común. Algo que era parte de unas vacaciones de verano. Algo que se olvidaba y no comentaba durante el año, hasta el verano siguiente.

Comencé a entender lo extraño del asunto en mis primeras vacaciones en otro sitio. Si bien todo el ambiente era similar: playa, sol, distintas generaciones, helados, paletas y arena, no había rastros de esas miradas cómplices. No se notaba al anochecer rituales extraños y no parecía haber mayor complicidad entre los distintos grupos.

Daniela sabía lo que venía. Todas sabían en su momento, incluso antes ya eran preparadas por sus padres. Para ellas también era algo normal, esperado. Ella lo tomaba con calma, no parecía asustada ni mucho menos. Tal vez la ansiedad de ambos sumada enrareciera en algo el ambiente, pero todo seguía su curso y no había vuelta atrás. Todo empezó una semana después de nuestro primer beso. No había estrellas, no había lancha, no estaba el murmullo bamboleante del oleaje del lago. Eramos solo dos realizando nuestra suerte, avanzando por vez primera en este ritual tan esperado. El calor en aquella pieza, tenuemente alumbrada de un amarillo pálido, nos hacía transpirar a mares. No sé si en otra situación hubiese sido igual, a menudo pienso que la escena contribuía a esto. No había sonidos en el aire, la noche silenciosa nos cubría con su manto negro. Las paredes de la habitación sin adornos, el suelo repleto de alfombras, cojines y un gran jacuzi en el centro. Suaves perfumes recorriendo cada rincón de la pieza e invadiendo tus fosas en una lucha por estimular primero. El ambiente siempre se respetaba, nunca habría nadie rondando en las inmediaciones. Nosotros sabíamos que hacer y ellos confiaban en sus iniciados.

Las cosas pasan rápido, los olores comienzan a penetrar más sentidos de los habituales, las luces casi palpables se multiplican rebotando al ritmo de tambores enajenados. Su cuerpo húmedo, amarillo y rosa, es gelatina sabor frambuesa entre mis manos, entra en mi boca. Sus manos, suave terciopelo, es agua azul gel que refresca mis sentidos. Un momento de frescura, un espasmo de lucidez y todo se revuelve en luces sabrosas, colores frescos, aromas brillantes y contactos neuronales en éxtasis frenéticos por el siguiente estímulo.

El sol entra a raudales por una breve y oscilante abertura que el viento fuerza en complot con las cortinas. Estoy cansado, aun hay olores fuertes y adormecedores. Parece todo un sueño. Daniela esta de espaldas, su pelo algo revuelto brilla iluminado de vez en cuando. Sus hombros blancos, muy tersos me hipnotizan, el deseo se apodera de mi de una manera distinta a la de anoche. Nadie nos explicó qué pasaba al día siguiente. No sé si puedo tocarla. Quiero abrazarla, es lo único que quiero en estos momentos. Una angustia se apodera de mi garganta. -¡Que no llegue nadie por la cresta!.

Ella se despierta, se gira, mis ojos están vidriosos, sonríe.